Sigo
ensimismada en las gotas de lluvia que golpean el cristal con fuerza, aunque
algunas quedan regazadas y se deslizan hacia abajo a lo largo de la ventana. Un
símil a lo que es mi vida ahora mismo. Va cuesta abajo y sin frenos. No sé
cuánto tiempo llevo ya en la misma posición pero me hago un ovillo protegiendo en
mi regazo el cojín del sillón. No estoy tan absorta en las vistas como para no
escuchar el trasiego que hay en la habitación. Aunque disimule, oigo
perfectamente el cierre de los cajones de la cómoda, la apertura de la puerta
corredera del armario, el roce de los diferentes tejidos de sus camisas… y el sonido de
la cremallera de su maleta al cerrarse sobre la cama. Y lo que más duele: la
certeza de que se va para estar con otra.
Han
sido demasiados días, incluso meses intentando remar sola a contracorriente.
Soy consciente de que esto marcará un antes y un después entre nosotros, y a
pesar de ese vínculo que siempre nos unirá, estoy segura de que ya no volveré a
mirarle a los ojos. Seré incapaz de mirar esa cara y ver que su sonrisa ya no
la he provocado yo.
Se despide de mí con un simple
adiós y un frío <<mi abogado se pondrá en contacto contigo>>, a lo que soy
incapaz de contestar. Que ilusa era cuando pensaba que el amor podía ser limpio
y puro y que si se amaba de verdad no dolería. Sin embargo, hoy estoy
comprobando en mis propias carnes que el amor no es suficiente.
Unos ojillos curiosos me miran desde el marco
de la puerta, asegurándose de que estoy bien. Con paso indeciso, mi pequeño se
acerca hasta mí para aliviar mi mal con uno de sus abrazos. Pero… necesitaré
muchos de estos para volver a ser quien era.
(Imágenes: Google)
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