Aquella
noche cogí la guitarra cargado de rabia. Tenía la certeza de que arrancándole
unas suaves notas toda la adrenalina que recorría mi cuerpo desaparecería.
Suponía mi terapia, mi cura, mi tabla de salvación, era lo único que conseguía
evadirme del mundo y hacer que me olvidase de todo. En el mismo instante en el que
sonó el primer acorde, su cara volvió a mí. Era consciente de que había sido una
pelea absurda y sin fundamento, pero habíamos tenido tantos enfrentamientos en
los últimos tiempos que estaba convencido de que sería el último.
De repente, su aroma lo inundó todo y lo que salía de mis labios iba dedicado a
ella. Para esa persona que me había hecho conocer el amor, pero que, a su vez,
me había arrastrado al mismísimo infierno. Por mucho que me lo negase no teníamos
futuro. Y era lo más duro y lo más difícil. Reconocerlo. Y es que en ocasiones el
amor no es suficiente. ¿Cómo olvidar los buenos momentos? ¿Tan intensos y
amargos fueron los malos para empañar el resto? ¿Dónde quedó todo eso? Las risas
compartidas, las miradas cómplices y las ganas y la necesidad de estar juntos
dieron paso a los reproches, los gritos y la frustración. «¿Estás seguro?»,
parecía querer preguntar mi mente. «No, en absoluto», fue mi respuesta. Y aún
hoy la mantengo. Solo tengo algo claro por ahora: que no puedo seguir así. Me
tumbo en la cama, tomo de nuevo la guitarra entre mis manos y dejo que mis
pensamientos fluyan a la misma velocidad que mis dedos acarician las cuerdas.
(Imagen: Google)
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