13 abr 2016

Hazme sentir de nuevo (Epílogo)


Las tardes de otoño eran las favoritas de Leyre, le encantaba salir a pasear y encontrarse las calles cubiertas de hojas, los arboles desnudos y arrebujarse en una chaqueta. Por ello, Hugo le había dado el capricho de casarse una tarde de octubre que terminó siendo lluviosa.

Habían pasado cinco años desde aquel mágico momento, inolvidable para ambos. Años que no habían sido fáciles para ninguno de los dos, pero que con constancia y sobre todo amor, se habían convertido en los mejores de su vida. Al principio todo era más o menos idílico. Tenían mucho tiempo que recuperar y mucho amor que darse el uno al otro. Volvían a ser aquellos adolescentes, que por razones ajenas a ellos, un día tuvieron que despedirse. La boda no se hizo de rogar y un año después de su reencuentro ya estaban compartiendo el sendero de la vida, ese que no debieron abandonar tiempo atrás. ¿Un sendero de rosas? Sí, pero con muchas espinas que hacían daño cuando pinchaban.

La mayoría de sus miedos se hicieron presentes en el momento que intentaron ser padres. A pesar de que Leyre estaba recuperada de su enfermedad, las secuelas de sus tratamientos le dificultaban mucho la concepción, por lo que decidieron ponerse en manos de especialistas en reproducción asistida. Pero los negativos en los tests de embarazo, uno tras otro, minaban su moral y su autoestima. Todo esto le desesperaba y frustraba a partes iguales, además que de que le hacía sentir culpable. Culpable por no poder darle a Hugo lo que tanto deseaba. Lo que también anhelaba ella. Cada vez que veía a alguna de sus amigas  con un bebé, algo se rompía en su interior y, cuando Hugo se acercaba, cogía o jugaba con alguno de ellos, ese dolor se le hacía insoportable. Se obsesionó tanto que todo volvió a ser frío y milimetrado. Cuando hacían el amor, lo hacían por obligación, como un medio para conseguir un fin, en lugar de hacerlo por placer.

Hugo se cansó de aquello y decidió tomar parte en el asunto, antes de que fuese tarde, antes de mandar todo a la mierda. “Sin ti no quiero una familia y como sigamos así perderé las dos cosas. Leyre sólo te quiero a ti, lo demás son complementos”. Esas fueron las palabras que Hugo le dijo a su mujer para que reaccionase y lo consiguió. Volvieron a amarse con la misma pasión que les caracterizaba y también recordaron lo que era estar en los brazos del otro sin pensar en nada más. El resto simplemente no importaba.  Pero como el destino les tenía acostumbrados a poner su mundo del revés sin previo aviso, las reglas que rigen el mundo se pusieron a su favor cuando menos lo esperaban.

Un día cualquiera llegó Hugo a casa del trabajo y encontró a Leyre echa un ovillo sobre el sofá, llorando de forma desconsolada. Rápidamente se arrodilló junto a ella, acunando su cara entre las manos.

¿Qué te ocurre cariño? ¿Ha pasado algo? ¿Te encuentras mal?... lanzó una larga batería de preguntas a las que ella no respondía. Leyre solo atinó a incorporarse lo justo para poder echarse a sus brazos. Se aferró a Hugo de forma desesperada y dejó caer a la alfombra algo que sujetaba entre sus dedos. Él la abrazaba y le acariciaba lentamente la espalda para tranquilizarla y que fuese capaz de pronunciar palabra. Sin querer, sus ojos se posaron sobre un objeto que reposaba en el suelo y que no le era desconocido. Al fijarse en las dos rayitas que mostraba en su pequeña ventana, sonrió e intentó atrapar una pequeña lágrima que se escapaba por su mejilla sin éxito. Apretó más a Leyre contra sí y solo pudo decir:

Todo saldrá bien, pequeña.

Leyre estaba recordando esa frase que le dijo Hugo hace unos años y que siempre le venía a la mente cuando atravesaban algún bache en su relación, cuando el reloj del horno le avisaba de que el bizcocho ya estaba listo. Y al parecer la crema de chocolate para cubrirlo que estaba batiendo, también. Al día siguiente era el cumpleaños de su marido y le estaba preparando su tarta favorita. Unos pasos apresurados que provenían del pasillo, robaron toda su atención. Allí estaba el amor de su vida, su mejor amigo, su amante. Hugo. Con una simple camiseta y un pantalón de chándal seguía tan irresistible como siempre.

¿Qué haces nena? dijo curioseando sobre la encimera de la cocina. Al ver el bol de chocolate fundido hizo lo que habitualmente solía hacer: embadurnarse los dedos y restregarle el chocolate a Leyre por la cara y después devorarla a besos.

En esas estaban cuando entre beso y beso se percataron de que dos pares de curiosos ojos les observaban, intentando por medio de un taburete alcanzar el lugar donde estaba el chocolate. Al parecer, pronto se habían cansado de ver los dibujos.

¡Quietos ahí! dijo Leyre separándose de Hugo y limpiando los restos de chocolate de su rostro.

Los pequeños Ismael y Alba, mellizos de tres años, se detuvieron al instante. Su padre sentó a cada uno en un taburete para tomar la cena.

Pasemos lista renacuajos: ¿Manos limpias? ¿Pijama limpio?– los pequeños respondían afirmativamente con la cabeza y mirándose el uno al otro a lo que su padre les preguntaba. Él les revolvía cariñosamente el pelo. Alba era idéntica a Hugo pero Ismael poseía los mismos ojos y la preciosa sonrisa de su madre.


Y mientras los tres mantenían esa conversación llena de gestos de cariño, amor y respeto, Leyre les observaba sintiéndose la mujer más feliz y completa de la tierra. Delante de ella tenía todo lo que siempre había deseado y lo que no cambiaría por todo el oro del mundo. Sin dudarlo, la única respuesta posible a todo lo que le había ocurrido en la vida era: Sí, ha merecido la pena. En mayúsculas.


                                                      (Imagen: Pinterest)




1 comentario:

  1. Precioso, precioso, precioso...
    ¡Me encanta! Aunque sigo pensando que esta pareja se merece una novela

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