Las tardes de otoño eran las favoritas de Leyre, le
encantaba salir a pasear y encontrarse las calles cubiertas de hojas, los
arboles desnudos y arrebujarse en una chaqueta. Por ello, Hugo le había dado el
capricho de casarse una tarde de octubre que terminó siendo lluviosa.
Habían pasado cinco años desde aquel mágico momento,
inolvidable para ambos. Años que no habían sido fáciles para ninguno de los
dos, pero que con constancia y sobre todo amor, se habían convertido en los
mejores de su vida. Al principio todo era más o menos idílico. Tenían mucho
tiempo que recuperar y mucho amor que darse el uno al otro. Volvían a ser
aquellos adolescentes, que por razones ajenas a ellos, un día tuvieron que
despedirse. La boda no se hizo de rogar y un año después de su reencuentro ya
estaban compartiendo el sendero de la vida, ese que no debieron abandonar
tiempo atrás. ¿Un sendero de rosas? Sí, pero con muchas espinas que hacían daño
cuando pinchaban.
La mayoría de sus miedos se hicieron presentes en el
momento que intentaron ser padres. A pesar de que Leyre estaba recuperada de su
enfermedad, las secuelas de sus tratamientos le dificultaban mucho la
concepción, por lo que decidieron ponerse en manos de especialistas en
reproducción asistida. Pero los negativos en los tests de embarazo, uno tras
otro, minaban su moral y su autoestima. Todo esto le desesperaba y frustraba a
partes iguales, además que de que le hacía sentir culpable. Culpable por no
poder darle a Hugo lo que tanto deseaba. Lo que también anhelaba ella. Cada vez
que veía a alguna de sus amigas con un bebé, algo se rompía en su
interior y, cuando Hugo se acercaba, cogía o jugaba con alguno de ellos, ese
dolor se le hacía insoportable. Se obsesionó tanto que todo volvió a ser frío y
milimetrado. Cuando hacían el amor, lo hacían por obligación, como un medio
para conseguir un fin, en lugar de hacerlo por placer.
Hugo se cansó de aquello y decidió tomar parte en el
asunto, antes de que fuese tarde, antes de mandar todo a la mierda. “Sin ti no
quiero una familia y como sigamos así perderé las dos cosas. Leyre sólo te
quiero a ti, lo demás son complementos”. Esas fueron las palabras que Hugo le
dijo a su mujer para que reaccionase y lo consiguió. Volvieron a amarse con la
misma pasión que les caracterizaba y también recordaron lo que era estar en los
brazos del otro sin pensar en nada más. El resto simplemente no importaba.
Pero como el destino les tenía acostumbrados a poner su mundo del revés
sin previo aviso, las reglas que rigen el mundo se pusieron a su favor cuando
menos lo esperaban.
Un día cualquiera llegó Hugo a casa del trabajo y encontró
a Leyre echa un ovillo sobre el sofá, llorando de forma desconsolada.
Rápidamente se arrodilló junto a ella, acunando su cara entre las manos.
— ¿Qué
te ocurre cariño? ¿Ha pasado algo? ¿Te encuentras mal?...—
lanzó una larga batería de preguntas a las que ella no respondía. Leyre solo
atinó a incorporarse lo justo para poder echarse a sus brazos. Se aferró a Hugo
de forma desesperada y dejó caer a la alfombra algo que sujetaba entre sus dedos.
Él la abrazaba y le acariciaba lentamente la espalda para tranquilizarla y que
fuese capaz de pronunciar palabra. Sin querer, sus ojos se posaron sobre un
objeto que reposaba en el suelo y que no le era desconocido. Al fijarse en las
dos rayitas que mostraba en su pequeña ventana, sonrió e intentó atrapar una
pequeña lágrima que se escapaba por su mejilla sin éxito. Apretó más a Leyre
contra sí y solo pudo decir:
—Todo
saldrá bien, pequeña.
Leyre estaba recordando esa frase que le dijo Hugo hace unos
años y que siempre le venía a la mente cuando atravesaban algún bache en su
relación, cuando el reloj del horno le avisaba de que el bizcocho ya estaba
listo. Y al parecer la crema de chocolate para cubrirlo que estaba batiendo,
también. Al día siguiente era el cumpleaños de su marido y le estaba preparando
su tarta favorita. Unos pasos apresurados que provenían del pasillo, robaron
toda su atención. Allí estaba el amor de su vida, su mejor amigo, su amante.
Hugo. Con una simple camiseta y un pantalón de chándal seguía tan irresistible
como siempre.
— ¿Qué
haces nena?— dijo curioseando sobre la encimera de la cocina. Al ver el
bol de chocolate fundido hizo lo que habitualmente solía hacer: embadurnarse
los dedos y restregarle el chocolate a Leyre por la cara y después devorarla a
besos.
En esas estaban cuando entre beso y beso se percataron de
que dos pares de curiosos ojos les observaban, intentando por medio de un
taburete alcanzar el lugar donde estaba el chocolate. Al parecer, pronto se
habían cansado de ver los dibujos.
— ¡Quietos
ahí!— dijo Leyre separándose de Hugo y limpiando los restos de
chocolate de su rostro.
Los pequeños Ismael y Alba, mellizos de tres años, se
detuvieron al instante. Su padre sentó a cada uno en un taburete para tomar la
cena.
—Pasemos
lista renacuajos: ¿Manos limpias? ¿Pijama limpio?– los pequeños respondían
afirmativamente con la cabeza y mirándose el uno al otro a lo que su padre les
preguntaba. Él les revolvía cariñosamente el pelo. Alba era idéntica a Hugo
pero Ismael poseía los mismos ojos y la preciosa sonrisa de su madre.
Y mientras los tres mantenían esa conversación llena de
gestos de cariño, amor y respeto, Leyre les observaba sintiéndose la mujer más
feliz y completa de la tierra. Delante de ella tenía todo lo que siempre había
deseado y lo que no cambiaría por todo el oro del mundo. Sin dudarlo, la única
respuesta posible a todo lo que le había ocurrido en la vida era: Sí, ha
merecido la pena. En mayúsculas.
(Imagen: Pinterest)
Precioso, precioso, precioso...
ResponderEliminar¡Me encanta! Aunque sigo pensando que esta pareja se merece una novela